Érase una vez un viejo carpintero, Geppetto, quien crea una marioneta de madera a quien llama Pinocho. Geppetto deseaba con toda su alma que su marioneta de madera se convirtiera en un niño de verdad; pide entonces a una estrella, antes de dormirse, que Pinocho se transforme en el hijo soñado. Durante la noche un Hada Azul visita el taller de Geppetto y convierte a Pinocho en un niño de verdad.
«Debes ser valiente, generoso, honrado y altruista», le dice el Hada Azul a Pinocho.
Geppetto finalmente tenía su hijo soñado, un hijo que se convertiría en alguien con valores: valentía, generosidad, honradez y altruismo. ¿Quién no admira un niño así?
Sin embargo, como en las historias reales, los niños no nacen valientes, honrados, generosos ni mucho menos altruistas. Los niños se hacen, así como los adultos nos construimos. Pinocho se fuga de casa, miente, se junta con chavales problemáticos, se involucra en juegos de azar, fuma tabaco, se emborracha y comete actos vandálicos. ¡Ay, Geppetto!, ese niño de madera.
Los niños son piezas de un enorme puzle, buscando su lugar; un lugar donde encajar, pero sobre todo acoplarse a algo con seguridad (¡mucha seguridad!). No importa qué, cómo, dónde y con quién. Pertenecer es una necesidad universal. ¿Quién no quiere pertenecer?
Pinocho se fuga de casa para ser parte de algo, aunque sea la pandilla de los “malotes”; busca ser especial, aunque eso implique trabajar y ser explotado en un circo; miente para no ser rechazado, hay muchas expectativas depositadas en él; fuma, comete actos vandálicos y se emborracha, lo hace si eso permite no ser distinto a los demás. En resumen, Pinocho busca pertenecer.
La pertenencia y el amor suelen caminar de las manos; sentimos que pertenecemos cuando nos quieren, pero cuando nos quieren de verdad. Hablamos del amor incondicional; ese amor regalado “sea yo como sea”.
La cuestión existencial de Pinocho no era ser un niño de verdad, sino ser amado a pesar de ser una marioneta de madera. Siempre imagino una versión ampliada de la historia de Pinocho:
«Papá, ¿de verdad me quieres?», pregunta Pinocho a Geppetto.
“Claro que sí, hijo”, le responde su padre.
«¿Y si fumo también me quieres papá?».
“Claro que sí Pinocho, te quiero, aunque fumes”.
«¿Y me quieres cuándo miento?».
“Claro que sí Pinocho, te quiero, aunque mientas”.
“¿Y si cometo actos vandálicos también me vas a querer?”
“Claro que sí Pinocho, te quiero, aunque hagas todo eso”.
Pinocho, vez tras vez, pone a prueba el amor de su padre; y lo hace sin palabras cada vez que no cumple con las expectativas de niño honrado, valiente, generoso y altruista.
“¿De verdad me quieres?», pone a prueba una vez más a su padre.
“¿Cómo no te voy a querer Pinocho? Terminé siendo engullido por una ballena en búsqueda de ti, hijo», dice finalmente Geppetto.
¿Quién no recuerda el final de la historia de Pinocho? Érase una vez un niño de madera que, tras ser incondicionalmente amado, se convierte en un niño valiente, generoso, honrado y altruista.



