Hay momentos en la vida que brillan con luz propia, son especiales y siempre recordaremos: el primer día de instituto, el primer amor, el primer intento de independencia… Estas “primeras veces” están impregnadas de emociones, nervios, esperanza, ilusión y expectativas de un futuro que, por un instante, se imagina perfecto. Son hitos cargados de significado que acompañan a hijos y a padres.
Como padres, nos llenamos de orgullo al ver a nuestros hijos dar esos pasos, deseando que todo vaya bien gracias a nuestros ánimos y consejos. Pero ¿qué pasa cuando no sale como esperaban? ¿Cuándo no lo eligen para el equipo? ¿Cuándo le rompen el corazón en su primer amor? La primera vez que hacemos algo no siempre sale bien, y eso puede ser profundamente doloroso. Porque detrás de cada “primera vez” suele haber una gran implicación emocional. El adolescente que se enamora, lo hace con toda la intensidad de su corazón. El que apuesta por un proyecto, lo hace porque piensa que va a salir bien. Cuando eso no sucede, el golpe puede sentirse más fuerte que en etapas posteriores, cuando uno ya ha aprendido que la vida también incluye tropiezos.
En estas ocasiones, los adultos nos sentimos impotentes o perdidos, porque verles sufrir puede ser tan difícil como sufrirlo uno mismo. Y, desde ese amor y necesidad de cuidado, nos adelantamos. Intentamos consolarles deprisa, minimizar lo que sienten, o resolver el problema cuanto antes. Desde ese deseo genuino de protección, a veces nos vemos tentados a sobreproteger. La sobreprotección muchas veces se presenta como un acto de amor, pero en realidad puede ser una respuesta al miedo: miedo al fracaso, al sufrimiento, a no ser suficientes como padres, o a las carencias emocionales que arrastramos desde nuestra infancia. Tal vez nadie nos sostuvo cuando fallamos, o nos exigieron más de lo que podíamos dar. Esa memoria emocional, muchas veces inconsciente, nos lleva a actuar de forma automática. Desde esa historia personal no resuelta, nos volvemos intolerantes al sufrimiento ajeno, especialmente si proviene de alguien a quien amamos profundamente.
Lo que llamamos «cuidado» puede convertirse, sin darnos cuenta, en una barrera que limita el crecimiento del niño o adolescente. Al intervenir constantemente para evitarles dificultades, no los estamos protegiendo, sino calmando nuestra propia ansiedad frente a su dolor o incomodidad. Así, en lugar de fortalecerlos, les transmitimos el mensaje —aunque no sea nuestra intención— de que no pueden solos, debilitando su autoconfianza y su sentido de competencia.
Criar no es salvar, sino acompañar: ofrecer herramientas, sostén y presencia, sin invadir ni controlar. La verdadera crianza requiere coraje emocional para estar ahí sin tapar ni huir; para sostener sin cargar; para confiar sin sobreproteger. Porque privarlos de experiencias dolorosas en nombre del amor no los fortalece, los encadena. Un hijo que no aprende a frustrarse, difícilmente podrá enfrentar los desafíos inevitables de la vida con autonomía y resiliencia.
Como padres, nos llenamos de orgullo al ver a nuestros hijos dar esos pasos, deseando que todo vaya bien gracias a nuestros ánimos y consejos
Evitar que se frustren o impedir que se decepcionen no los ayuda ni los beneficia. Los adultos jugamos un papel fundamental: podemos acompañarlos en el dolor sin minimizarlo, sin prisas, sin juicios ni lecciones… pero tampoco con sobreprotección. Ese tropiezo no marcará su destino, y debemos transmitirles ese mensaje. Acompañar es sostener: mirar el dolor con ellos, permitir que lo expresen y, al mismo tiempo, desde la calma, recordarles que esto también es un aprendizaje valioso.
¿Cómo podemos acompañar en estos momentos?
No hay una única respuesta universal; dependerá de cada adolescente y del vínculo que tengamos con ellos. No obstante, hay algunas claves que, por regla general, pueden ser útiles:
- Escucharles, incluso cuando no sabemos qué decir. No hace falta tener una respuesta inmediata; un “entiendo que te duela” puede ser de gran utilidad.
- Validar su experiencia: si para ellos es importante, entonces sí es para tanto.
- Evitar los sermones: los fracasos son maestros naturales; no es necesario convertirlos en clases.
- Ser una fuente de seguridad: recordarles que sus errores no los alejan de vosotros ni implican que sean una decepción.
- Darles tiempo: no hay ninguna prisa. Tienen toda la vida por delante. Dales tiempo para lamerse las heridas.
- Revisar nuestras propias heridas: si algo nos remueve, vale la pena preguntarnos por qué.
- No resolver por ellos. Estar cerca, pero no interferir. Acompañar no es controlar.
- Compartir experiencias propias cuando sea apropiado. Humaniza la experiencia de fracasar.
Sobre todo, es importante recordar que crecer y vivir no es una línea recta; incluso los adultos fracasamos a lo largo de nuestra vida. Aprender implica intentar, ilusionarse, tener miedo, fallar y volver a empezar. Saber que hay alguien al lado, disponible, puede marcar la diferencia entre tirar la toalla o volver a intentarlo. Educar a un adolescente no es solo buscar su éxito y prepararlos para cumplir sus sueños, sino también prepararlos para los errores, la frustración, los días en que parece que nada va a ir bien… con el fin de fortalecerlos, y que cada primera vez, con su carga de ilusión o de dolor, se convierta en una oportunidad para crecer y aprender.



