Los padres que sobreprotegen a sus hijos creen que demuestran cariño al resolverle todo a los hijos. Asimismo, ello les hace sentir importantes y les da el control de toda la situación.
Tenemos unos padres en la actualidad, que sobreprotegen en exceso. Que transmiten a sus hijos, sus propios miedos. Que quisieran que sus niños no sufran, no padezcan. Sobreproteger en exceso puede llegar a ser casi un maltrato.
Claro que los padres deben de intervenir activamente cuando un hijo sufre acoso escolar, o es el agresor, pero no debe considerarse un “casco azul” entre dos niños que riñen por la pelota en el jardín.
Los hijos no necesitan abogados sino alguien que les diga y les muestre lo que está bien y lo que está mal.
Me rebelo contra el criterio de que los padres siempre se han de poner del lado del hijo. No lo comparto, no lo admito, naturalmente que no. Un buen padre tiene que recriminar gravemente a su hijo, tiene que llorar por lo que ha hecho su hijo, tiene que preguntarse qué ha hecho mal como padre, tiene que pedir perdón a la víctima y a sus padres.
Y es que si un niño ahora ya adolescente, o, mejor dicho joven, nunca ha recibido una orden contundente que se ha de llevar a efecto porque sus padres no han querido, no han podido, no han sabido imponer criterios, normas, prohibiciones, es muy difícil que esta persona que pronto será adulta asuma de un Juez una disposición, una medida.
Los padres inmaduros generan en sus descendientes un alto grado de neurosis.
Responsabilizar al hijo, es innegociable, porque además el hijo es un ciudadano, uno más, y repito, tiene derecho a veces a ser sancionado, duramente sancionado, cuando ha ocasionado tanto daño, tanto dolor, tanto sufrimiento absolutamente innecesario y gratuito.
La sobreprotección se convierte en un patrón dañino, al evitar enfrentar las dificultades y los conflictos del mundo real, y además no fortaleciendo la tolerancia a la frustración y la resiliencia.
No hay padre que no te diga, “educar hoy es más difícil”. Y quizás tengan razón, antes existía la autoridad del padre, la autoridad del profesor, la autoridad del policía, del alcalde, y hasta del Cabo en el ejército. Todo ello se ha puesto en duda, y algo tan benéfico como la democratización de las relaciones, de las instituciones, se ha infiltrado equívocamente. Cuando la ciudadanía delega sus responsabilidades por miedo a la contestación de los jóvenes o a la de sus padres, o a la denuncia de estos, entramos en un terreno pantanoso.
La sanción es parte de la educación. La sanción es necesaria.
Creo captar que muchos padres no quieren asumir su responsabilidad, sancionar, mostrarse maduros, adultos, y se manejan en una nebulosa de familia democrática, de amigo, de colega, absolutamente confundidos. La sanción es parte de la educación. La sanción es necesaria.
Somos los padres, los educadores, los que debemos enfrentar nuestros propios miedos, angustias, mecanismos de negación, para aceptar que nuestros hijos van a sufrir, y debemos prepararlos para que afronten con éxito la parte amarga de la vida.
Bien está la educación horizontal, la igualdad, pero a veces, se confunde la amistad con el coleguismo, con hacer lo que otros hacen sin propio criterio, sin límites, sin razones objetivas.
Y lo asombroso es que muchos chicos, cuando salen del hogar de los padres muestran su competencia para las compras, para la autonomía, para vivir con otros jóvenes, para asumir responsabilidades.
Los adultos hemos de aplaudir la iniciativa de nuestros descendientes. Y alejarnos de estereotipos, generalizaciones y prejuicios. No es fácil, pero debemos de hacerlo.
Y cuando todo esto se da, es esencial tener unos padres en la medida de lo posible tranquilos, serenos, que saben mantener una distancia óptima, que valoran, que no se enervan y dejan llevar por la ira, que no entran en un combate de igual a igual.
Hemos de educar a los hijos y a los alumnos para la vida real, para la alegría, para la tristeza, para la añoranza, para el júbilo, para la soledad, para el miedo, y también para la mentira, para la envidia, para el perdón, para la cólera.
Hemos de imbuir en los niños una opinión favorable de sí mismos, transmitirles confianza, sentido de la competencia, al tiempo de inculcarles disciplina personal, normas de conducta, sentido de responsabilidad.
A los niños hay que sancionarlos cuando lo merecen, sin miedo a que se traumen.
Hay progenitores que han renunciado a serlo, se aprecia flojera de autoridad, y junto a ello el valor del esfuerzo y la cultura del logro han pasado a mejor vida.Es más, hay quien confunde negociación (que ya es un craso error) con dejación. Hay padres, repito, que pierden de vista su papel, y son incapaces de transmitir mensajes coherentes a sus hijos, y finalmente, con tal de evitar conflictos (más aún, si se trata de familias desestructuradas o recompuestas) acaban negociando y consintiéndolo todo.
Sobreproteger en exceso puede llegar a ser casi un maltrato.
Y si bien se invierte tiempo, dinero y esfuerzo en el currículum de los hijos, haremos lo correcto al mejorar en disciplina, en decir a los niños «no» para que se sientan seguros y protegidos. Por cierto, el «no» es innegociable. No se puede retirar.
No se trata de evitar a los hijos las dificultades de la vida, sino muy al contrario de enseñarles a superarlas. Los padres, las madres, no hemos de ser ni súperman ni súperwoman, dejemos correr a los niños hacia su vida, hacia su discurrir, hacia su forma de optar.
La disciplina, el deber, las exigencias, son retos que se alcanzan desde la cotidianeidad, desde los hábitos, pues no nacen por generación espontánea. Es más, si de niño, de adolescente no se introyectan sentimientos de deber, habrá dificultades para hacerlo de adulto.
Los padres sobreprotectores creen que demuestran cariño al resolver todo a los hijos. Asimismo, ello les hace sentir importantes y les da el control de toda la situación.
Es necesario romper el cordón umbilical, algunas veces no se lleva a efecto ni después de terminar la carrera universitaria.
Existe el riesgo de que si fallamos en las pautas educativas, el hoy niño, mañana joven, pase de la demanda a la exigencia. Estimo erróneo hacer un mundo irreal para los niños. Y aún más, lo que yo creo que hay que trasladar a los niños es, ¿qué pueden aportar ellos, a la sociedad, a otros niños que lo necesitan?, aunque no siempre lo demandan.
Hagamos que nuestros niños sean previsores, discretos, que sepan diferir gratificaciones dominando los impulsos y apetencias del presente en pro del objetivo a más largo plazo.
Enseñemos a convivir, es un objetivo esencial e irrenunciable. Mostremos cómo afrontar conflictos, pues es necesario para una correcta socialización, para salir del «Yo».
Convivir con los hijos, es vivir con intensidad, disfrutar y manejarse en el conflicto.
Convivir con los hijos, es vivir con intensidad, disfrutar y manejarse en el conflicto. Eduquémosles en no ser consumistas, a ceder el sitio a personas mayores, embarazadas, con discapacidad. A respetar a los animales y al medioambiente.
Precisamos educación para la ciudadanía, conocimiento de los derechos humanos, de lo que de verdad significa la polis, la ciudad, el entramado social, el Kairós, que es el tiempo y las oportunidades.
Educar a un hijo requiere mucho esfuerzo, mucho equilibrio, mucho prepararse, mucho esperanzarse. Y saber que nos vamos a disgustar, que nos vamos a enfadar, que no vamos a comprender. Pero que merece la pena, que crecemos juntos, que aprendemos padres e hijos.
La base es mostrar una conducta de afecto, de confianza, la delegación de la responsabilidad, hacia los hijos o niños, entremezclada con una claridad de las normas, de los límites, del respeto y de la autoridad. Generando niños equilibrados, seguros y autorregulados.
Créanme, sobreproteger hace niños dependientes, frágiles, que necesitan un tutor, una directriz. Y a veces cuando la vida los abofetea quieren huir de ella y se ponen en riesgo. Vacunemos a nuestros hijos contra la desesperanza, la desilusión y el sin sentido. Aprendamos a crecer con ellos.
Hemos de trasladarle al niño y al adolescente que el mundo no es un parque temático, hay que llevarle a ver los mercadillos, pero también los distintos barrios, tan dispares, y a veces con esa terrible injusticia diferenciadora. Y no ocultarles que existe la enfermedad, la tristeza, la melancolía, la depresión, que la vida no es justa, solo así podrá volver a mirar la vida cara a cara.